martes, 24 de julio de 2018

Un respetuoso recuerdo para José Antonio Primo de Rivera (parte intermedia)

Esta imagen moderna, actual, es la heredera de aquellas de 1958 (Foto de Internet)
Esta imagen moderna, actual, es la heredera de
aquellas de 1958 (Foto de Internet)
Tras la publicación en estos foros del artículo relativo al Fundador de Falange Española, después de analizarlo atentamente me queda la sensación que posiblemente compartan aquellos que lo hayan leído de aparecer con un excesivo protagonismo para un joven que aún no había cumplido los 19 años cuando se convirtió en “investigador” de la vida y muerte de José Antonio, una especie de “Superman” con ínfulas de historiador. En realidad no era así. Yo diría que hice bueno aquel refrán de que “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”. Fui el “tuerto” por la falta de interés en el asunto de todas aquellas personas con las que contacté (y fueros muchas). Por lo tanto, para que pueda ser más comprensible lo que tengo que continuar escribiendo, me parece imprescindible tratar de fijar el contexto en el que la Administración de Justicia en Alicante se desenvolvía a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX y el de las personas que la componían. En definitiva, ese contexto es pura intrahistoria que nos puede ayudar a comprender la historia jurídica de la ciudad, así como el cómo y el porqué del desinterés privado y público por la figura de José Antonio, pese a su “glorificación” (con la boca pequeña) de las autoridades franquistas.
En primer lugar, es necesario ubicarnos en el edificio que en 1958 albergaba las dependencias que se conocen comúnmente por “Palacio de Justicia”. Se trataba de un enorme caserón situado en la calle Reyes Católicos nº 15 (antes se llamó calle Ramales), que de almacén de vinos remodelado se convirtió, en octubre de 1893, en la sede del Instituto Nacional de Enseñanza Media donde permaneció (con algún “remiendo” en 1940) hasta 1953, en el que se trasladó la enseñanza al nuevo Instituto de la Avenida del General Marvá. Allí, aquel caserón inhabitable según dictamen municipal, permaneció moribundo aunque en pie hasta que los Juzgados y la Audiencia que venían deambulando por diversos locales desde que el “Palacio de Justicia” de la plaza del Ayuntamiento resultó destruido en 1943 por la explosión de una armería sita en dicha plaza, fueron desahuciados, los Juzgados de un edificio que en el siglo XIX había sido la sede del Gobierno Civil y la Audiencia de los altos del Casino... Cuatro botes de pintura y poco más para tapar tantas deficiencias arquitectónicas y a impartir justicia en aquellas destartaladas dependencias amuebladas con mesas y sillas viejas, o mejor dicho desvencijadas. Carente de armarios para guardar los legajos, libros de registro y sumarios se amontonaban por los suelos, por encima de las mesas adornadas con grandes tinteros de cristal y plumas de palillero de madera y plumilla metálica, en las que únicamente sobresalían unas rutilantes máquinas de escribir Olivetti Lexicón 80, que el Ministerio había tenido que comprar con toda urgencia, ya que las anteriores (parece ser que fue en 1956) fueron retiradas, unas por su propietario, el anterior Secretario Judicial, y otras procedentes de un embargo, por la persona que se las había adjudicado en la subasta que celebró el propio Juzgado. Las “covachuelas” administrativas sobre las que escribían periodistas y literatos en el siglo XIX tenían en Alicante un fiel reflejo que las que yo encontré y habité durante varios años.
El personal, excepto un par de Oficiales que habían accedido al cargo por oposición en 1954, encajaba a la perfección con el edificio, parecían hechos tal para cual, a la medida. Los había de casi 70 años que no podían jubilarse por no tener el mínimo de 20 años de servicios “como funcionarios” que se exigía para tener derecho a la paga correspondiente y aunque todos vestían traje y corbata, parecían pordioseros (en el fondo lo eran, por lo “pedigüeños”, como explicaré) y todos, sin excepción, alcohólicos y alcoholizados en grado sumo. Añadiré que desde el primer momento me sentí como una doncella virgen en un prostíbulo, sobre todo cuando rondaba por allí el abogado Campos o aquel “pleiteador profesional”, un conocido industrial (homosexual) apellidado Parres que el primer día que se dirigió a mí, sacando un pitillo, me pidió que le diera fuego, y al decirle que no tenía y que además no fumaba me contestó: ¡¡Pues parece mentira que no tenga usted fuego, porque está como un volcán!!
Esto era lo único moderno que existía en 1958 en las dependencias judiciales de Alicante  (Foto de Internet)
Esto era lo único moderno que existía en 1958 en
las dependencias judiciales de Alicante
(Foto de Internet)
Para entender estas circunstancias es necesario hacer un poco de historia, echar la vista a los años anteriores a 1947 y a esa crucial fecha en la que el Gobierno de Franco acometió la ingente tarea de profesionalizar a los trabajadores de la Administración de Justicia, asumir sus salarios (en 1947 solo tenían sueldo estatal los Jueces y los Alguaciles) y demás cargas sociales inherentes a los funcionarios de carrera.
El funcionamiento de la Adminis- tración de Justicia en España, desde los más remotos tiempos, nunca le costó un duro al Estado: los ayuntamientos facilitaban los locales y los Jueces, Secretarios y Alguaciles cobraban mediante tarifas arancelarias de aquellos justiciables que acudían por sus juzgados. Lo recoge admirablemente Don Jacinto Benavente en su obra “Los Intereses creados” (Acto II, Cuadro III. Escena VIII) poniendo en boca del “Doctor” (el Juez) las siguientes frases: “¡Eso no! Que he de cobrar lo que me corresponda de cualquier modo que sea” “Los derechos de Justicia son sagrados y lo primero será embargar para ellos cuanto hay en esta casa” “Escribid, escribid señor escribano…” (Dando lugar a que uno de los litigantes, aterrado, le diga: “Oídme aquí, señor Juez. ¿Y si se os pagara de una vez y sin escribir tanto vuestros derechos de Justicia?) “En ese caso, puede, puede estudiarse…”
Hasta 1947 los Juzgados funcionaban de forma parecida, aunque ya los Jueces y los Alguaciles tenían sueldo del Estado. El Secretario era retribuido mediante tarifas arancelarias aprobadas por el gobierno de turno que pagaban quienes tenían pleitos o querellas y eran solventes. Este funcionario por oposición entre licenciados en derecho funcionaba como todavía hoy lo hacen los Notarios o Registradores de la Propiedad. Era quien contrataba el personal del Juzgado y les pagaba, amueblaba las oficinas y las proveía de todo tipo de elementos necesarios para el trabajo (muebles, máquinas de escribir, papel de copias, “papel carbón”, tinteros, tinta, plumas, leznas, agujas e hilo para coser los pleitos y sumarios, etc.), con excepción del llamado “papel de oficio”, que facilitaba la Casa de la Moneda, y del de los litigios civiles, que debidamente timbrado facilitaban los Procuradores para los pleitos de sus clientes. Los empleados se dividían entre Oficiales Habilitados que tenían un título para tal cargo, expedido previo examen por el Colegio de Secretarios de Madrid, con el que iban a pedir trabajo donde se lo quisieran dar, y los Auxiliares, sin titulación de clase alguna que normalmente entraban como “aprendices o meritorios” a partir de los 14 años de edad. Unos y otros, además de la más o menos sustanciosa paga que les entregaba semanalmente el Secretario, complementaban sus ingresos por vías atípicas, inmorales, medio delictivas y siempre de catadura corrupta que se amparaba en las necesidades de esas personas para subsistir y mantener a sus familias, y en muchas ocasiones para sustentar sus vicios (alcohol, queridas y juego) según era público y notorio (consentido por los de arriba, a los que sacaban las “castañas del fuego” en cuanto al trabajo material se refiere). Esos “ingresos atípicos” en Alicante tenían el nombre de “moquen” y en Madrid “astilla”.
En ese año de 1947 el gobierno del general Franco, como hemos dicho, decidió enmendar esa rémora de siglos mediante la conversión de todos aquellos empleados en funcionarios públicos con el sueldo que se fijó para cada categoría. Era Ministro de Justicia el falangista “camisa vieja” Don Raimundo Fernández Cuesta y Melero y Director General M. Mariscal de Gante (creo que era abuelo o tío abuelo de Margarita Mariscal de Gante Mirón, que fue ministra de Justicia y presidenta del Congreso con el PP) y de un “plumazo legal” convirtieron a aquellos empleados particulares de los Secretarios en funcionarios, previo un censo de personal (que resultó muy abultado, pues se colaron “hijos de y sobrinos de” a porrillo) y un examen de “aptitud” que aprobaron todos. Los secretarios tuvieron que “ceder” al Estado el treinta y tres por ciento de los ingresos, manteniendo el sesenta y seis por ciento restante para sus bolsillos, hasta que, en 1958, por supresión de los Aranceles y creación de las Tasas Judiciales, esos Secretarios antiguos fueron extinguiéndose o pasaron a lo que se denominó “retribución mixta”: un sueldo base y el 33% de la recaudación por Tasas.
El falangista Raimundo Fernández Cuesta (Foto de Internet)
El falangista Raimundo Fernández Cuesta
(Foto de Internet)
Es obvio que en aquellos Juzgados de antaño pululaban “rinconetes” y “cortadillos”, y que las salas judiciales eran algo así como el “Patio de Monipodio” narrado por Miguel de Cervantes en sus Novelas Ejemplares y resultaba complicado para un novel funcionario, joven algo romántico y con unas pretensiones morales francamente exigentes, transitar por aquellos parajes sin “mancharme”. Voy a dejar un par de detalles (uno creo que lo he contado en otra ocasión) de lo que era “aquello”: mi mesa de trabajo estaba cercana a la de “Pepito” y por lo tanto podía ver y oír (esos sentidos eran muy agudos entonces, no como ahora) los cuchicheos que mantenía con individuos que le visitaban y con los que en ocasiones bajaba a la calle a tomar una copa de coñac (lo único que bebía). Uno de esos sujetos era un hombre muy atildado en el vestir, de unos 60 años de edad, con el que hacía días las conversaciones y medias palabras iban en aumento; se marchó el señor Torrents (así se llamaba) y al momento volvió con el Juez que dijo haber recibido la denuncia de que “Pepito” le había exigido 300 pesetas por no sé qué favor. El Magistrado llevaba en un papel anotados los números de serie de los billetes e hizo que el funcionario vaciara todos sus bolsillos (pantalón y chaqueta), abriera el cajón de su mesa, levantaran los legajos y sumarios que había sobre aquella sin que aparecieran los dichosos billetes. Ni que decir que a la vez que el señor Torrent se iba volviendo lívido “Pepito” se engalló (aumentó su estatura); el Juez tuvo que pedir excusas y se fueron como se dice vulgarmente, cada mochuelo a su olivo y el denunciante con el rabo entre las piernas.
Los compañeros nos hacíamos cruces por aquel suceso (más el que esto escribe que los demás, cierto es) y cuando habían pasado cerca de dos horas del desagradable incidente “Pepito” metió las manos en la papelera común de la oficina de donde sacó los tres billetes de veinte duros y me pidió que fuera al banco para cambiarlo por billetes de 25 y 50 pesetas, cosa que hice diligentemente; el otro “detalle” fue el siguiente: un funcionario de los “antiguos”, tipo “Pepito”, con destino en el Juzgado nº 1 vino a contarnos, todo orgulloso, como se había embolsado un “moquen” de 100 pesetas. Había tomado declaración al conductor de un coche accidentado y el mismo hizo constar que iba acompañado de la señora tal y cual. Una vez firmada la declaración el hombre volvió sobre sus pasos y le dijo que quería cambiar su declaración para decir que iba solo pues la señora en cuestión era casada y no quería que su nombre figurara en “los papeles”. El funcionario le dijo que ¡De acuerdo, pero le tenía que pagar 100 pesetas por el “trabajo extra…!!”. No me pude contener y le espeté que me parecía que su conducta despreciable era digna de un sinvergüenza y él me respondió (así lo tengo anotado): ¡¡Qué está usted insinuando, joven!! Largos años de corruptelas habían convertido a aquellos empleados en inmorales profesionales.
Podría añadir mil y un suceso por el estilo en los nueve años que permanecí en aquel Juzgado, normalmente con la encomienda de las Guardias semanales (bueno, de los nueve años hay que descontar el casi año y medio que pasé haciendo la mili en Sidi Ifni), pero si me he atrevido a efectuar esta parte intermedia en el trabajo empezado sobre la figura de José Antonio, es para poner de relieve la falta de interés por el protagonista, pese a que muchos de ellos lo habían conocido personalmente, unos por puro analfabetismo, otros por ir a lo suyo sin perder tiempo en sucesos del pasado e incluso me pareció que alguno tenía “miedo” de remover ese pasado. Me di cuenta de este último sentimiento cuando un ex diputado al Congreso durante la República (Don Manuel González Ramos) empezó a frecuentar las oficinas del Juzgado porque me parece que colaboraba con algún abogado (él no lo era; creo que había sido maestro de escuela) y “Pepito” me lo presento como la persona que desde su puesto, primero de concejal del Ayuntamiento y después de diputado, había conocido muy de cerca a casi todos los de su partido (el PSOE) que habían tenido que ver con el encarcelamiento, juicio y posterior muerte de José Antonio, y cuando intenté hablar con él de esos temas por mero interés histórico vi en sus ojos miedo.
En resumen: cuando todavía existían tantos datos y tantos testigos vivos de lo sucedido veintidós años atrás, nadie tuvo interés en recogerlos “a pie de obra” en el Alicante donde sufrió su pasión y muerte el fundador de Falange Española. Creo haber sido el único, y mis notas las estoy sacando sesenta años después.
La toga colgada en el perchero de mi despacho.
La toga colgada en el perchero de mi despacho.
Y para limpiar la imagen con la que posiblemente el lector se ha quedado respecto del esperpento de las corruptelas en los Juzgados Españoles (creo que lo de Alicante era extensivo a otros lugares), que con una u otra intensidad perduraron hasta 1985 cuando el gobierno del PSOE acabó con el trasiego de dineros por encima de las mesas y suprimió las Tasas Judiciales, solo me resta decir que todo aquello es “pasado” y como pasado historia que creo merece ser conocida para no repetirla.
Yo mismo hice oposiciones a Secretario Judicial (que aprobé) mientras ejercía la abogacía, cargo en el que me mantuve excedente hasta que reingresé a la Administración de Justicia en 1992. Todo había cambiado, para bien, en lo humano y en las sedes judiciales, como se puede observar en las fotos que he puesto del que fue mi despacho en el último destino que tuve como Letrado de la Administración de Justicia, en Alicante, donde di mis primeros pasos profesiones y los finalicé con la jubilación al cumplir los 70 años.
Mi mesa de despacho ¡¡Qué cambio, comparando con el año 1958!!
Mi mesa de despacho ¡¡Qué cambio, comparando con el año 1958!!
Desde mi mesa mirando al resto de la oficina judicial
Desde mi mesa mirando al resto de la oficina judicia

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios.