Aspecto parcial del Grupo Mixto con la puerta de entrada y el pabellón de dormitorios. (Foto de JOSEP AUGUÉ SOLÉ) |
Fue el 11 de junio de 1962; lo tengo anotado en el “Diario” que llevé durante la “mili”, pero sobre todo en el “disco duro” del cerebro. No ha perdido actualidad pese a los más de cincuenta y seis años transcurridos desde entonces.
Faltaba algo más de un mes para licenciarnos, los reclutas del Grupo de Policía estaban todavía en el campamento pese a que habían Jurado Bandera el 27 de mayo, pendientes de pasar a sus destinos (entre los que debía encontrarse quien me sustituiría a mi), el sargento Fortes había regresado de “colonial” hacía unos días (yo había superado con éxito el escaqueo de las doce mil pesetas de la cantina), colaboré con gran entusiasmo en el homenaje que se le ofreció por su ascenso a Brigada y por la concesión de la Medalla de África y en la comida que los sargentos, clases de tropa y tropa le dimos en nuestro nuevo y amplio comedor, así como en la agradable sobremesa con discursos y charlas diversas. Eran unas fechas en las que mi ego (reconozco avergonzado) se había elevado de forma desmesurada, sin tener en cuenta que me creía “alguien” cuando en realidad no era “nada” en aquel engranaje militar del que el Grupo Mixto era, tan solo, una mísera tuerca, un tornillo sin importancia.
Aquel lunes 11 de junio que se hallaba regido por el signo de Géminis, no tuve en cuenta el sabio axioma del admirado filósofo Ortega y Gasset, de que el hombre (el ser humano) es él y sus “circunstancias”, que por ser periféricas no vemos, aunque las tengamos ante nuestras narices.
Poco antes de la caída del sol que en Sidi Ifni se produce bruscamente, como si el astro ardiente estuviera deseando sumergirse en el refrescante Océano Atlántico, había sonado el himno de acompañamiento del arriado de la Bandera Nacional del Palacio del Gobernador. Esta ceremonia era la más emotiva de todas cuantas se celebraban en aquella plaza militar. Allí donde estuvieras (incluso en el patio de tu cuartel) quedaban todos, militares y paisanos, en posición de firmes hasta finalizar el acto. La circulación se detenía, las conversaciones cesaban y el silencio y respeto hacia la Bandera eran de tal índole que a quien se sentía español (en aquellos tiempos, el noventa y nueve por ciento de los jóvenes) notaba que aquellos colores de oro y fuego le penetraban a uno en lo más profundo de su alma (en lo que a mí respecta, allí continúan). Antes de explicar lo que sucedió a partir de aquel momento, que es el núcleo de esta narración, quiero traer a colación el día 18 de julio de 1961, fecha en la que se clausuró el Campamento de Reclutas de la Policía en el que pasé cuatro meses, pues al día siguiente pasaba a mi destino en la Compañía Mixta, me eligieron para el arriado de la Bandera. Cada tarde se designaba (ignoro si por sorteo o a “dedo”), y aquél día me tocó a mí. Seguramente es el gran premio que me llevé de la mili. Todos los compañeros formados en cuadro ante la Bandera y yo con el “asesoramiento” de un instructor a mi lado, fui bajando lentamente aquella querida enseña que ha sido el espejo en el que he procurado mirarme durante toda mi vida.
El peruano Enrique López Albújar, autor de la Oda a la Bandera. |
Todavía hoy me emociona el recuerdo y me vienen a la memoria aquellos versos del poeta peruano Enrique López Albújar que, ante la derrota o la decadencia del país, le hacían exclamar: ¡Oh Bandera!, tú que has visto nuestras glorias desgarradas por el hosco y formidable vendaval de la desgracia, vuelve a ser lo que tú has sido: EL ORGULLO DE LA PATRIA. Y aunque me tilden de cursi (además de fascista) confieso que soy oyente (y a veces cantante) del tema del pasodoble de La Banderita de la obra “Las Corsarias”, que escribieron Enrique Paredes y Joaquín Jiménez, a cuyo libreto le puso música el gran Maestro Alonso y cantaba con inigualable garbo Marujita Díaz.
Continuo: aquella tarde, finalizado el día y jornada militar, y desaparecidos los trabajadores civiles de los talleres, el cuartel perdió el ritmo normal. Un servidor era el Cabo Cuartel, máxima autoridad pues el comandante se había marchado con su esposa; el teniente que pocas veces se dejaba ver (mejor, pues con el mal genio que arrastraba desde que fue herido en una pierna –estaba cojo– en la pasada guerra de Ifni, era preferible así), el sargento de semana con los otros sargentos y cabos primeros se habían esfumado, seguramente con dirección al casinillo de suboficiales, también denominado “Casa de España”.
Casa de España. El Club (Foto obtenida de Internet) |
Estaba anocheciendo cuando irrumpió en el patio del Cuartel un compañero (policía) perteneciente a otra Compañía, sudoroso, jadeante y muy agitado que, con un hilo de voz, me explica que pertenece a la escuadra que custodia los presos (nativos) que han llevado por la mañana desde la cárcel territorial a una calera en la que trabajan, con un vehículo que se les ha estropeado (no arrancaba), por lo que el cabo le había ordenado que corriera a pedir auxilio a la Mixta donde estaban todo el parque móvil del Gobierno, pues tenían miedo de que con la oscuridad los presos pudieran escaparse, cosa fatal ahora que estaban tan cerca la fecha de la licencia, pues tal vez les pudiera costar un castigo ¿reenganche?
¿Qué hago? Soy el Cabo de Cuartel, no tengo ningún superior a quien trasladar el problema. Confieso que posiblemente debido a un plus de importancia que me auto concedí, por la veteranía o por la supina estupidez, no se me ocurrió llamar por teléfono al Retén de guardia de la Compañía Local en la que seguramente habría un oficial o suboficial que pudiera solventar la papeleta. Lo único que vi es la angustia pintada en el rostro del compañero, el conflicto en el que los guardianes estaban metidos e, inconscientemente, me puse en marcha, como si la Unidad en la que estaba destinado fuera de mi propiedad, en la que podía disponer y mandar sin darme cuenta de mi insignificancia, como ya he apuntado.
Cárcel territorial. |
En nuestro dormitorio estaban algunos compañeros (ya ni se salía de “paseo” por el pueblo) escribiendo, leyendo o simplemente pasando el tiempo hasta la hora de la cena. Nada más entrar me tropecé con Silvestre Murga, un gallego valiente (temerario, diría yo) que era sin duda el mejor de los conductores de nuestra “plantilla”, pericia que había adquirido en la empresa familiar de autobuses. Le expliqué el problema y casi sin terminar de hablar ya tenía su camión en marcha. Cogí mi armamento, armé a otros dos compañeros que se presentaron voluntarios y con el policía que había venido a pedir auxilio salimos por la puerta del Cuartel contentos y felices pues “aquello” era una aventura que rompía la monotonía de los últimos días de mili, en los que la rutina y el aburrimiento era el denominador común de todos nosotros, los veteranos.
Enfilamos el camino, irregular y pedregoso como todos los del territorio y en pocos minutos llegamos a la calera (había algo de luz diurna) pudiendo observar como los compañeros “vigilantes” habían hecho tumbar en el suelo a los presos, que formaban un revoltijo de brazos y piernas, mientras que ellos los encañonaban con sus fusiles y mostraban su alivio al ver llegar los “refuerzos” que iban a salvarlos de la complicada situación en la que se habían metido, por culpa de los “cacharros” de vehículos de que estaba dotado nuestro Parque y Talleres.
Vista parcial del dormitorio del Grupo Mixto (Foto de ENRIQUE ESCRIBANO) |
Unos camiones como este eran el averiado y el de Murga (Foto de Pepe Sabater) |
Subimos a los presos repartidos entre los dos camiones, debidamente vigilados, y con la cuerda y cadena que habíamos llevado pudimos remolcar el averiado, dejar los presos en la cárcel, obteniendo el caco el oportuno recibo y regresar a nuestra “base” con tiempo suficiente para la cena y lista nocturna ¡Cómo si nada hubiera ocurrido!
Al día siguiente, en vez de callarme (otra estupidez más) en cuanto el comandante Castilla llegó a la oficina le conté la “aventura” de la tarde anterior. Según hablaba yo el rostro de mi superior se iba poniendo lívido... Tras un breve lapsus de tiempo (de reflexión) me dijo: Cómo no ha pasado nada ni existe constancia por escrito de lo sucedido, lo mejor era callar (a los mandos también les interesaba, pues no estaban donde debían estar). Los “rescatados”, aunque hubieran dado parte a sus superiores, estos ignoraban que las órdenes fueron dadas por un Cabo... El Comandante me exigió que reflexionara lo que había hecho: sacar fuerza militar armada sin orden superior, disponiendo, además, sobre el transporte móvil sin autorización. Total: si llega a pasar “algo” –que no puedo decir en que podía consistir– me hubiera visto involucrado en una causa penal militar que hubiera acabado en casi segura condena, ya que aunque en nuestro acuartelamiento no habían en ese momento mandos superiores a mi rango de Cabo de Cuartel, si los había en otras compañías de Policía con las que hubiera podido contactar telefónicamente... Aún hoy, después de más de cincuenta y seis años, no me explico cómo pude tener actitud tan estúpida.
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