El instructor Vázquez |
Hay, entre los papeles, una curiosa nota que procuraré desarrollar echando mano de la memoria. Es muy escueta pues solo dice “Agua y botijo” y (entre paréntesis) “Cabo Instructor y Matadero”. La fecha: 24 de Marzo de 1961. Como dije anteriormente llegamos a Sidi Ifni en la mañana del día 23 y tras todas las peripecias narradas (sin comer ni beber) nos acostamos sobre el duro suelo pedregoso, del que solo nos separaba una débil colchoneta rellena de paja, esperando a que amaneciera y nos dieran “algo” comestible y, sobre todo, “bebestible” pues la sed es todavía más insoportable que el hambre. Sobre las seis de la mañana despertaron a los que dormían (yo no estaba entre ellos) unos individuos que gritaban e insultaban a todo quisque, que amenazaban con castigos “terribles” para el que se demorara en vestirse y salir a formar a la puerta de la chabola. Dentro de aquel recinto tan breve, con tanta gente, no es tarea fácil ponerse unas prendas de las que el día anterior no tenías ni noticias (el uniforme de “faena, pantalón corto, camisa, calcetines color granate y bota-zapatilla marca “segarra”, con cordones), dando prioridad a uno que desde el día anterior se nos ha dicho que es el principal: El gorro ¡Puedes formar en “pelotas”, pero no sin gorro! se nos advirtió.
Tras ese prolegómeno de vestirse, formar y ser recontados (no mucho más de cinco minutos) se nos emplazó a la que sería (durante cuatro meses) la gimnasia matutina: Recoger piedras, grandes, medianas o pequeñas, papeles, colillas y matorrales diseminados por todo el perímetro del campamento que había que dejar como uno de fútbol aunque sin hierba. Hay que doblar el riñón (como vemos a los agricultores recogiendo fresas, por ejemplo) sin levantar la vista si no quieres que te den un golpe o te tomen la “matricula” por rácano. Tras una hora de gratificante ejercicio, sobre las siete de la mañana (el sol empieza a ser espléndido) llega un vehículo con una gran perola y se nos vuelve a “formar” con el plato de aluminio (el único recipiente que tenemos) para recoger el desayuno que consiste ¡¡¡en un par de cazos de un líquido que se dice es café con leche!!! A beber, pues, sin nada solido que llevarse uno a la boca, y a guardar algo de aquel líquido para el primer afeitado del que ya he dado noticias incluso gráficas.
¿Qué está ocurriendo, Dios mío? (leo en la nota en cuestión) ¿Tanto desorden hay aquí? ¿O ya empieza el entrenamiento para reducirnos el estomago porque la comida será escasa? Sea lo que sea, no hay demasiado tiempo para pensar. Un cabo primero que parece ser el “director de orquesta” de los veteranos instructores, que grita más y mejor que ellos (es como más “científico” en sus insultos y miradas de ¿odio?) da las órdenes para que nos pongamos los correajes y cartucheras (¡Vaya lío para montarlas!) y empezamos con la rutina que dicen se llama “instrucción en orden cerrado” que no es otra cosa que ¡a cubrirse! ¡firmes! ¡descanso! ¡de frente! ¡media vuelta! Y así una y otra vez durante un par de horas aproximadamente… Breve pausa y (¿algo no ha salido bien?) mandan “paso ligero” en el que consumo las pocas energías que me quedan. Se termina el suplicio coincidente con la llegada de un camión de color rojo y un instructor elige a un grupo de reclutas (en el que me encuentro) que nos ordena subir a la caja del camión y se nos traslada a la zona de la playa en donde nos dedicamos a recoger piedras (¿más piedras todavía?) de tipo plano, que sirvieron de suelo para el campamento de las quintas anteriores y que servirán para adoquinar nuestras actuales chabolas… ¿No podían haberlo tenido todo preparado para nuestra llegada? ¿Tan pobretón es el ejército que tiene que reutilizar esas piedras? ¡Anda que, el camión en el que vamos parece que se va a desarmar en aquella cuesta arriba! Todo cochambroso, como nuestro propio aspecto nada marcial… Y de hambre ¿Cómo vamos? Mucha. Si no nos dan de comer hoy creo que me da “algo”.
Al llegar al campamento tengo mi primera alegría en Ifni (aparte de la de ayer al encontrar a mi amigo Ramón Torregrosa en la playa al desembarcar): Nuestro cabo instructor acaba de traer un botijo de buenas dimensiones, lleno de agua (abrevado en el vecino edificio del Matadero) y podemos beber glotonamente los quince reclutas de mi chabola que es la número tres, aunque pronto se termina y parece ser que hasta el día siguiente no se repondrá el preciado líquido que (por cierto) tengo anotado que tiene un sabor excesivamente salobre. Nos dice el cabo que todos los días uno de nosotros (rotaremos) irá al Matadero a llenar el botijo “por sus medios” para que beban los compañeros mientras que él deberá saciarse en el grifo de llenado. Va a ser este “servicio” uno de los más preferidos. En las otras chabolas (la número uno es el botiquín, las número dos, tres y cuatro albergan a la primera expedición llegada ayer) también hay botijo lo que no me deja de admirar… Estamos en África, en el pre desierto del Sahara, aparentemente hay “paz” por lo que no caben las improvisaciones lógicas en tiempos de conflicto… ¿A que viene, pues, este arcaico artefacto para darnos de beber una sola vez al día?
¡¡¡Y por fin, llegó la comida!!! El mismo vehículo que nos repartió el "suculento" desayuno trae ahora pan (dos chuscos por persona) y unas perolas: Una es de habichuelas guisadas con carne (se dice que de camello) y la otra con “ensaladilla rusa” que aquí se llama “nacional”, con un par de huevos duros por cabeza. De postre, una naranja por barba (por cierto, bien afeitada) Lo recogemos por parejas en nuestros respectivos platos de aluminio: Uno el primero, otro el segundo mientras que el pan y la naranja son de carácter individual. Y a sentarse en el duro (durísimo suelo) para comer con un apetito de leones. Me toca ese día un compañero que por lo que farfulla y se le entiende, es extremeño y parece que de esa comarca deprimida de Las Hurdes, que me explica que desde los ocho años trabaja en el campo a cambio de “algo para comer”, que es una especie de maquina devoradora de alimentos: Su cuchara es como un submarino que no tiene duda alguna en emerger en el supuestamente medio plato que a mi me corresponde si divisa (¿tiene periscopio?) algún trozo de carne o algo de carácter más sustancioso… Anoté literalmente la frase que me dijo, que he guardado dentro de mi para siempre: “Chacho, si llego a saber que se comía tan bien en la mili me hubiera venido voluntario”. También tengo nota de sus risotadas cuando divisaba algún trozo de carne en su “mitad del plato o en la mía”: “Chacho, ¡qué bicho” (Chacho hay que traducir por muchacho y bicho por la apetitosa porción de dromedario).
Comer en el suelo, sin poder beber (menos mal del zumo de la naranja), con el sol que te aplasta contra el terreno y al terminar encontrarte con un plato grasiento que no puedes limpiar, te deja algo deprimido (no mucho, la verdad)… Alguien consigue arrancar algo de tierra del suelo, otro micro piedras y ¡adelante con los faroles! como se dice en mi tierra. En un abrir y cerrar de ojos los platos quedan más limpios y brillantes que una patena.
El cabo primero |
Voy a intentar poner un par de fotos: una es la de aquel cabo primero del que ya escribiré más ampliamente. Otra es de uno de los instructores (Vázquez) con el que desde hace años tengo una buena relación aquí, en Alicante, quien me confesó que la dureza con la que éramos tratamos provenía de las órdenes directas de un teniente (omito su nombre pues aún vive como coronel en la reserva) que les explicó que de esa forma (por el miedo a los mandos) se conseguiría una total disciplina. Cuando hace unos años tuve la oportunidad de leer “Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos”, obra escrita por la historiadora Nuria Sales, me apercibí de que en 1961 (como en 1921 describía Sender en su libro “Imán•) que de facto se seguían utilizando en nuestro ejército los métodos prusianos del siglo XVIII y el japonés del siglo XX, para convertir al recluta en un autómata e inculcarle aquella barbaridad de que “El mando nunca se equivoca, y cuando se equivoca es cuando debe ser obedecido más ciegamente”
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