viernes, 22 de junio de 2018

Las tribulaciones de un recluta en Ifni

En el Campamento de Reclutas, el primer afeitado.
En el Campamento de Reclutas, el primer afeitado.
En el “viaje hacia el pasado” me topo con una carpeta que un rótulo que dice “REFLEXIONES”. Es de los tiempos de la mili y reconozco que no la había abierto desde entonces (¡¡¡56 años!!!). Mi letra escrita con pluma estilográfica (alguna de aquellas que compré en el Zoco de Sidi Ifni) me conmueve más, si cabe, que el contenido. Tiene un trazo firme, decidido, muy de la caligrafía que se aprendía cuando yo era niño. Me vuelvo a dar, de bruces, con aquel chico de 21 años, patriota, alegre, amistoso, amigo de los amigos, algo “sabioncillo” por sus estudios y múltiples lecturas y siempre agudo observador de mi entorno (lo ratifico ahora, después de leer varias notas)
Dejando a un lado (que ya es mucho dejar) la odisea de la incorporación a filas, el traslado en un tren “medio ganadero” de Alicante a Málaga (30 horas de cómodo viaje), el embarque en un desvencijado carguero (en las bodegas) con una travesía de tres días y tres noches completas, incluida una terrible tormenta en la zona del Estrecho y la llegada a la costa africana, carente de puerto, por lo que se tuvo que transbordar del vapor a unos anfibios tripulados por gente de otra raza y otra lengua (eran los primeros moros que veía en mi vida) que nos decían con grandes gritos en su mal castellano y risas burlonas que no tuviéramos miedo, que el año pasado solo se habían ahogado una docena de reclutas de los miles que habían llegado, mi primera reflexión fue: siempre había creído que la juventud es el futuro de toda nación, incluida la española, obviamente, que la patria era como una súper madre que debía velar por nosotros... Entonces ¿cómo era posible que se nos diera un trato tan cruel? ¿en vez de madre resultaba que era una vil madrastra?
Juan Miguel Jiménez y yo colaborando en nuestro primer afeitado.
Juan Miguel Jiménez y yo colaborando en nuestro primer afeitado.
En la playa, una cara conocida. Mi vecino y amigo Ramón Torregrosa, cabo en la 1ª Compañía de Policía que se acerca a mí, me abraza y me dice que cuando pueda irá al campamento a visitarme y a charlar ampliamente sobre la mili en Ifni... ¿Qué ha pasado para que tan solo un año sin vernos y con un año má de edad que yo, Ramón se “vea tan viejo”? La caminata cuesta arriba hasta el Cuartel de la Policía con el macuto y la manta arrollada al cuerpo, con un calor de mil diablos, bajo la mirada escrutadora de los nativos de todas las edades y sexo, tras aquellos tres días y tres noches de “crucero” marítimo, sin que se nos diera de comer ni de beber ¿Era desorganización o un método de endurecimiento físico y mental? En la puerta del Cuartel, un centinela armado con fusil y con cuatro bombas de mano en el correaje ¿A dónde hemos venido a parar? Y ya dentro del recinto, un patio de buenas proporciones, vestidos con la ropa de paisano con la que hemos salido de nuestras casas, nos “forman” a los aproximadamente sesenta reclutas llegados en esta primera expedición y las miradas de todos se dirigen al ángulo del patio en el que están sentados, en el suelo, un par de jovenzuelos, seguramente nativos “moritos”.
Un sargento, no muy alto, delgado, impecablemente vestido de uniforme que solo sabe hablar a gritos (al abrir su boca se le ven unos cuantos dientes de oro) que nos mira tras sus gafas de sol con montura metálica, que ha captado nuestra curiosidad hace levantar a los ¿detenidos?, los pone ante nuestros atónitos ojos y nos larga una especie de arenga en la que se puede entender confusamente que aquellos jóvenes han sido interceptados por los legionarios que custodian la Central Eléctrica cuando (dice) intentaban cometer alguna fechoría. Acto seguido se dirige a uno de nosotros (un valenciano apellidado Rosado) y le dice que le pegue una bofetada (bueno, en realidad dijo hostia) a uno de ellos. Rosado le da una débil y poco contundente bofetadita y aquel energúmeno sargento, con más reflejos que un guardameta de fútbol le arrea a Rosado un tremendo puñetazo que lo derriba al suelo a la vez que le grita (todavía más fuerte) ¡Así se pega, coño! ¡O le das de verdad o te machaco, imbécil! El pobre de Rosado no tuvo otro remedio que abofetear al morito. Íbamos vestidos de paisano, todavía llevábamos el “polvo de la dehesa de nuestros pueblos”, como vulgarmente se dice y penetrábamos de lleno en un mundo de violencia gratuita... ¿También esta “lección práctica” formaba parte de nuestro endurecimiento? Cierto que el hierro se transforma en duro acero a base de golpes, pero nosotros no éramos de ese metal sino de carne y hueso, simples seres humanos que coyunturalmente formaremos parte del Ejército de nuestro País. No lo acabo de entender; son unas primeras horas en esta tierra africana que rebasan mi capacidad de razonamiento.
Y si tras pasar por debajo de un ridículo hilo de agua que aquí le llaman ducha, que malamente me ha mojado la bóveda craneal (el pelo), despojarnos de nuestra ropa de “paisano” (que guardo en el macuto para que me sirva cuando me licencien al volver a casa) me doy cuenta de que la flamante manta que me dieron en Alicante ha sido “permutada” por otra raída y con más mili que un machete, que hace buena a aquella llamada “manta burriana, la que tenía más piojos que lana”, y que la ropa militar que me dan es varias tallas inferior a la mía (mido 1,80 metros) o que las botas y zapatillas son del número 38 en vez del 44 que calzo, parece que es más bien cosa de los soldados veteranos como nosotros (se divierten con el jaleo que se arma), pero ya es demasiado,  con el consentimiento de sus superiores, se entenderá el aturdimiento que siento (sentimos todos) cuando cargados como burros (no tengo más remedio que apechugar con la manta de marras) nos desplazan hasta el campamento, que no es otra cosa que una gran parcela de terreno, junto a un edificio que dicen es el matadero municipal de animales, terreno que por el oeste linda con el océano Atlántico mediante un imponente acantilado, y los demás lados se hallan delimitados con alambre de espino. Por el suelo, esparcidas, lonas y demás componentes de las tiendas de campaña (chabolas), montones de paja y sacos que hemos de convertir en colchones y almohadas para vestirlos con las sábanas y cabezales que se nos han proporcionado. Si queremos dormir bajo techo (se nos dice) hay que montar las chabolas, rellenar las colchonetas y almohadones, coserlos con el hilo que nos dan pero sin aguja (el que está a mi lado la reclama y le contesta un jefecillo que utilice la punta del pijo... Y cuando hemos terminado la faena se nos avisa que al día siguiente habrá revista de barbas (llevamos varios días sin afeitarnos) y contundentes castigos para quienes no vayan convenientemente rasurados. Útiles de afeitar llevo en el petate pero agua no la hay por ningún lado (todavía no nos han dado de comer ni de beber) y un veterano que dice será nuestro instructor en una de las chabolas levantadas nos recomiendo que por la mañana, cuando repartan el desayuno, guardemos algo del café con leche que no es mala opción para un buen enjabonado.
De ese día siguiente y del primer afeitado alguien nos hizo las fotos que pongo, en la que Juan Miguel Jiménez (alicantino) y yo, nos ayudamos mutuamente en medio de la desolación de aquel terreno lleno de millones de piedras y con un fondo de colchonetas debidamente enrolladas, tal como nos han enseñado nada más tocar diana. Si no os incomoda continuaré en otro momento con la carpeta de las reflexiones.

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