lunes, 2 de abril de 2018

La odisea de unas visceras y otros sucesos

Alicante y el mar a donde fueron a parar la visceras
Alicante y el mar a donde fueron a parar la visceras
En otro relato he dejado constancia de que el practicante, que auxiliaba a los médicos forenses en la realización de las autopsias, “dimitió del cargo” tras el mayúsculo susto que le dio un cadáver; un taxista, aficionado a la anatomía le sustituyó en las que se podría denominar como autopsias “normales”; para las enrevesadas (exhumaciones, extracción de vísceras, y otras cosas por el estilo) el voluntario era siempre un Auxiliar del Juzgado de Instrucción nº 1 (Vicente), hombre que en aquel tiempo (1.958-59) debía estar cercano a los 70 años. Flaco, encorvado, de nariz ganchuda, ojos muy claros, casi acuosos, con cuatro pelos blancos sobre el cráneo, era un auténtico grosero tanto en el vestir como en el hablar y en el trato diario con la gente, incluidos sus compañeros, que le reían “sus gracias” (a veces).
La primera vez que tuve la ocasión de conocer a este hombre fue una mañana en la que entró en las dependencias del Juzgado en el que estaba yo destinado, llevando un envoltorio de papel de periódico que puso sobre mi mesa y al abrirlo apareció dentro un enorme cuchillo de cocina lleno de sangre coagulada. Venía del levantamiento de un cadáver y aquella era el arma homicida con la que un marido había matado a su esposa.
No entendí, en principio, de que iba aquella demostración de suciedad sobre mi mesa de trabajo, si no era para ver como el “nuevo” se espantaba ante tan repulsivo objeto (la “pieza de convicción”, según denominación legal). A continuación me retó (los demás compañeros  eran mudos y sonrientes testigos) a que si le daba 100 pesetas y le traía un panecillo, lo iría cortando a rebanadas con aquel sangriento cuchillo y se las comería. Ni que decir tiene que, entre la rechifla general, se reunieron los veinte duros y fui a buscar la barrita de pan que, ante todos nosotros, con notable apetito, cortaba Vicente con el cuchillo ensangrentado y comía las rebanadas hasta no dejar ni una migaja.
En cuanto avisaban a Vicente de que había que eviscerar un cadáver para enviar los restos al Instituto de Toxicología, en Madrid, se le iluminaba la mirada y pasaba por las dependencias de ambos Juzgados para anunciar “la nueva buena”, explicando escabrosamente todo lo que iba a hacer y como lo iba a hacer. Y con uno de los enormes tarros de cristal guardados en el archivo (que un día contuvieron aceitunas) se iba con el Forense y el funcionario del Juzgado que tenía que levantar el acta, más contento que un ocho, como dicen los castizos.
En aquellos días la tenía tomada conmigo (supongo por aquello que he dicho de ser nuevo, joven e inexperto) y cuando volvía de la autopsia, con su tarro de cristal lleno de vísceras y liquido en el que flotaban, me lo ponía sobre la mesa e iba explicando lo que allí dentro había, como lo había sacado ¡sin guantes! y ¡aún no se había lavado las manos!, y otras porquerías tan de su gusto.
Pero he aquí que un día en que el tarro en cuestión estaba sobre mi mesa con las vísceras de un hombre que se sospechaba podía haber sido envenenado (el sumario se llevaba en nuestro Juzgado), debidamente cerrado con tapón de corcho y con las etiquetas correspondientes para poder remitirlo a Madrid, la policía remitió un informe urgente por el que se descartaba el envenenamiento, por lo que el envío ya no era necesario. Claro que las vísceras estaban allí, en el Juzgado, encima de mi mesa ¿qué se tenía que hacer con ellas?
Aquí entra en juego otro personaje singular: un guardia urbano (Antonio Sirvent Berenguer) adscrito a los Juzgados de Guardia por el Ayuntamiento, que era una especie de ordenanza o “chico para todo” que se hizo cargo del recipiente en cuestión (y su contenido) para que se deshiciera de él. No había pasado ni un par de horas cuando volvió notificando haber cumplido la misión encomendada y ¡aquí paz y allí gloria!
Al día siguiente, el comisario jefe de Policía vino a hablar con el Juez, todo angustiado, para rectificar aquel informe sobre la no existencia de envenenamiento del fallecido, pues habían encontrado un frasco con sustancias sospechosas y una mujer había confesado ser ella la envenenadora. Pedía que se hiciera el análisis de las vísceras y con su resultado positivo dar credibilidad a la confesión. El tema, en principio era fácil. El Juez dijo que se mandaran las vísceras a Madrid, creyendo que estaban a buen recaudo, pero al interrogar a Antonio el guardia resultó que había ido al puerto y un conocido que estaba allí pescando en una barquita de remos le llevó hasta el centro de la dársena en donde tiró el tarro que por el peso, poco a poco, se fue hundiendo, y cuando lo perdió de vista volvió al Juzgado.
Vísceras no hay más que unas, obviamente, y aquel presunto crimen solo podía probarse fehacientemente con los análisis y dictamen toxicológico, por lo que era necesario recuperarlas. Hubo que poner en alerta a la Comandancia de Marina que facilitó un buzo de la base de Cartagena, y con Antonio el guardia y el amigo de la barquita de remos volver al punto (más o menos) donde habían tirado el recipiente de cristal con aquellos despojos humanos. El buzo y sus auxiliares marinos hicieron su trabajo y recuperaron el “cuerpo del delito” que tras tantos avatares pudo al fin ser remitido a Madrid, en donde confirmaron que efectivamente contenían sustancias venenosas ¡Hubo asesinato!
Edificio calle Pascual Blasco donde estuvieron los Juzgados
Edificio calle Pascual Blasco donde estuvieron los Juzgados
Si Vicente, el auxiliar del Juzgado nº 1 era un peculiar personaje, otro auxiliar (este en el Juzgado nº 2) no le iba a la zaga. Lo que voy a contar a continuación puede inducir al lector que aquellos Juzgados eran como la “Casa de Monipodio”  en la que se habían “doctorado” en argucias leguleyas y picarescas, al estilo de “Rinconete y Cortadillo”, los de las Novelas Ejemplares de Cervantes, varios de aquellos antiguos empleados, hoy funcionarios del Estado.
Era “Pepito” de escasa estatura física (un exiguo metro y medio que le había librado del servicio militar e incluso de la guerra civil); calvo, con un rostro que semejaba un perro pequinés, una dentadura que le caía a pedazos, un aliento hediondo y una vestimenta (siempre el mismo traje) que no renovaba hasta que se caída prácticamente a pedazos y la reemplazaba por un traje nuevo que seguía el mismo curso.
Alcohólico (solo bebía coñac), cuando llegaba al trabajo por la mañana ya había tomado su media docena de copas en los bares que tenía en el camino de su casa al Juzgado. En las horas de oficina era corriente que algún sujeto con intereses en asuntos que se llevaban en la dependencia lo llamara, hicieran un aparte, y se bajaran al “Bar Pepet” de la contigua calle Alemania, a tomar alguna otra copa.
Durante diez años compartí oficina con “Pepito” (Don José Collado Callado, también conocido como “El Casto José”) podría escribir un voluminoso libro con sus vivencias. Estaba en aquel mismo Juzgado desde 1.923, cuando fue creado el órgano jurisdiccional, y allí permanecía como aquellos siervos de la gleba de la Edad Media. Nunca viajó fuera de Alicante y su vida transcurría entre su domicilio (calle de Belando, nº 30) a las diferentes sedes judiciales a donde había sido movidos los Juzgados en los 35 años transcurridos (Plaza del Ayuntamiento, calle Gravina, calle Pascual Blasco y desde 1.957 en la calle Reyes Católicos).
Hacía un par de meses que trabajaba a su lado cuando una de aquellas personas que lo requerían (ésta, bien vestida, tocada con elegante sombrero) entró a la oficina y “Pepito” se salió con el caballero al vestíbulo, regresando un par de minutos después (no hubo visita al bar) poniéndose a teclear diligentemente en su vieja máquina “Iberia”, casi tan vieja como él… Y no habían pasado ni cinco minutos cuando la puerta del despacho se abrió dando paso al Juez de Instrucción (Don Aurelio Botella Taza, conocido reservadamente como “Juez Vajilla”, hombre, alto, corpulento, serio, vestido siempre de negro y con gafas oscuras, que infundía un gran respeto) junto con aquel señor que antes tuvo su aparte con “Pepito”, diciendo el Juez a “Pepito” que el Sr. Torrent (ese era el apellido del ciudadano) le había denunciado porque le exigió una cantidad de dinero para aligerar un tema que le interesaba, dinero representado por cinco billetes de cien pesetas cada uno, cuyos números de serie figuraban en un papel que el Juez exhibía y ponía ante sus ojos como prueba irrefutable.  Lo conminó a que sacara todo lo que llevaba en los bolsillos (Torrent indicaba el bolsillo interior de la chaqueta al que había visto que “Pepito” guardaba los billetes que le entregó…) Ni en ese bolsillo, ni en los otros de la americana, ni en los del pantalón, ni en los cajones de su mesa de trabajo, se encontró vestigio alguno de la prueba del soborno… El señor Torrent estaba blanco como la harina, el Juez corrido, los compañeros que compartíamos despacho, atónitos. Hubo unas tímidas disculpas, un engallamiento de “Pepito” por su dignidad ofendida… Y ambos acusadores (Torrent y el Juez) se fueron, como se dice vulgarmente, con “el rabo entre las piernas”.
Cuando pasó algo más de una hora y cesamos los presentes en los comentarios por lo sucedido, “Pepito” que ostentaba unos “espolones leguleyos” grandes y acerados después de tantos años, empezó a revolver la papelera de dónde sacó los cinco billetes de cien pesetas (allí los había escondido después de la "conversación" con el señor Torrent) y me los dio con el encargo de que me acercara a la cercana sucursal del Banco de Vizcaya y los cambiara por billetes de 50 y 25 pesetas. Aquel día intervine, sin saberlo, en un “blanqueo de dinero”, actividad tan de moda actualmente gracias a la patulea de corruptos políticos que nos rodea.
Y como último apunte (por ahora) de este personaje, apunte por cierto trágico, fue el suceso acaecido una mañana cuando se abrió bruscamente la puerta de la oficina y una mujer con tono colérico se dirigió a “Pepito” requiriéndole para que le dijera claramente si la quería o la había dejado de querer… “Pepito” (en plan castigador) le contestó que lo dejara en paz, la puerta se cerró violentamente y casi a continuación se oyó un gran golpe y alboroto en el vestíbulo: ¡Aquella mujer se había arrojado por el hueco de la escalera! ¡Murió por amor, al ser rechazada!
El revuelo entre el personal del Juzgado, durante aquel día y en los sucesivos, fue tremendo. Nadie se podía explicar como aquel hombrecillo, con tan escasas cualidades físicas, borrachín empedernido, podía haber inspirado un amor tan profundo en una mujer que no dudó en poner fin a su vida, que sin duda no era capaz de vivir sin su amado. Yo tenía entonces unos escasos diecinueve años, era alto, incluso decían que bien parecido, pero aquel suceso me sirvió de cura de humildad en mis relaciones con el incomprensible género femenino… Estaba claro que, como dice el refrán, no es oro todo lo que reluce.

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