domingo, 29 de julio de 2018

Recuerdos de infancia (III)

Foto del convoy saboteado obtenida de Internet.
Foto del convoy saboteado obtenida de Internet.
Veo poco la TV, pero ayer me produjo indignación una noticia en la que los familiares de unos calificados como “guerrilleros antifranquistas” recogían sus restos mortales exhumados de la fosa en la que se encontraban tras ser “asesinados” por Franco y sus secuaces. Digo que sentí indig-nación porque esos pretendidos “guerrilleros” no fueron otra cosa que vulgares terroristas (aunque en los años 40 no se utilizaba ese nombre) que robaban y mataban indiscrimi- nadamente a la población civil con la excusa de derribar al Régimen de Franco.
La prensa de la época (férrea censura) no reflejaba los crueles sabotajes que se producían (a diferencia de los de ETA años después), por lo que intentar acudir a las hemerotecas no produce resultado alguno. Solo la ingente labor de recopilación de los datos existentes en los archivos de la Guardia Civil realizada por el teniente coronel F. Aguado Sánchez en su libro “MAQUIS EN ESPAÑA” (Editorial San Martin, Madrid 1975) nos permite tener una visión de conjunto de todo el mal que realizaron aquellas gentes, a las que se denominaba “maquis”, “bandidos” o “bandoleros”, pero nunca guerrilleros, glorioso epíteto heredado de la guerra de guerrillas de los españoles contra los invasores franceses de Napoleón y que hoy ostentan con merecido orgullo las tropas de élite de nuestro Ejército, sus auténticos herederos.
Y como yo fui “testigo” de tres de aquellas salvajadas, en las que pudo perder la vida mi padre (los sabotajes ferroviarios) e incluso pude morir en la tercera de ellas (explosión de un polvorín del Ejército, en Buñol provincia de Valencia), con las pocas notas que tengo y la reactivación del “disco duro” de la memoria, voy a intentar narrarlas.
La primera nota (no está fechada) dice “he ido con mi papá, los dos en bicicleta, a un sitio donde había un tren descarrillado; la máquina estaba tumbada de costado, como si durmiera; los vagones de madera todos rotos”. Mi padre me explicó que “alguien” había quitado un trozo de vía y cuando el tren fue a pasar descarriló, muriendo mucha gente y otros resultaron heridos. El recuerdo más profundo que tengo es que añadió que en la locomotora de aquel tren tenía que haber ido él como fogonero, pero le habían cambiado el turno.
El siguiente suceso sí que tiene fecha (4 de enero de 1949). A las 4:30 horas de la madrugada, cuando Lérida estaba envuelta en la densa niebla que no la abandonaba en todo el invierno, el tren expreso 218 que, con unidades procedentes de Bilbao, Irún y Madrid, se dirigía hacia Barcelona impulsado por dos locomotoras (lo que se llamaba “doble tracción”) fue desviado de la vía franca a otra que le conducía al Depósito de Locomotoras de Renfe, por una ignorada mano que cambió las vías accionando manualmente la aguja. El choque violento contra todo lo que se encontraban en su camino debió ser tremendo y no solo se vieron afectados las máquinas sino varios de los vagones que iban en cabeza de la composición. Hubo muertos y muchos heridos graves (desconozco si murió posteriormente alguno) y desde el balcón de mi casa en la calle del Carmen nº 30, al lado de la Diputación Provincial donde se despedían todos los duelos tras la misa que se celebraba en la Iglesia del Carmen, a pocos metros de mi domicilio, pude presenciar como ferroviarios (entre ellos mi padre) llevaban a hombros los féretros de sus compañeros y una banda de música militar daba solemnidad (y escalofríos) al acto.
Un tal Antoni Nebot, en el año 2014 (65 años después del suceso) publicó las investigaciones que había realizado (dijo) cuando todavía existían testigos del mismo, y concretaba la de un maquinista que había llevado su locomotora al Depósito minutos antes de producirse aquel suceso y que salvó milagrosamente su vida.
La responsabilidad recayó sobre el Jefe de Estación que debía verificar la posición del cambio de agujas (pero no su materialización) y que al parecer no hizo. En el ambiente ferroviario se supo siempre que había existido una mano criminal (¿maquis?) que aprovechó la coyuntura favorable para dejar o cambiar las agujas en la posición de entrada al Depósito, ocultas por la niebla, a sabiendas de que en aquella madrugada de enero, con el frio que hacía en Lérida, era muy improbable que el Jefe de Estación saliera de su oficina para comprobar una maniobra rutinaria que le correspondía al agente guarda agujas a sus órdenes y, posiblemente, de toda su confianza.
Mi padre y otros compañeros que vivían cerca de la Estación fueron llamados aquella noche para ayudar en las labores de rescate de heridos y retirada de la chatarra en que se habían convertido las locomotoras y algunos vagones, pudiendo ver al maquinista de la que iba en cabeza (una enorme que se llamaba “Pasamontañas”) incrustado en el volante con el que se realiza la “contramarcha” para coadyuvar al freno de vacío, y al fogonero ya muerto (era un chico joven, cabo del Regimiento de Ferrocarriles, que estaba en prácticas, de ahí que en el entierro interviniera una banda de música militar, lo que daba más solemnidad al acto). Eso y los gritos de dolor de los heridos esparcidos por cualquier rincón, los pasajeros indemnes pero aterrorizados gritando su angustia, la oscuridad, el frio y la maldita niebla hicieron que aquella noche pareciera una antesala del Infierno.
Foto del cortejo fúnebre (obtenida de Internet) que vi pasar bajo el balcón de mi casa  (Al fondo, la estación de RENFE desde donde salieron los cadáveres)
Foto del cortejo fúnebre (obtenida de Internet) que vi pasar bajo el balcón de mi casa  (Al fondo, la estación de RENFE desde donde salieron los cadáveres)
El tercer suceso (en este fui protagonista cuando ocurrió) fue el domingo 31 de julio de 1951, sobre las once de la mañana. Me encontraba con mis padres y hermana en el Bar Merendero “El Ciprés”, propiedad de mi abuela Flora Luján Tello, donde estábamos pasando las vacaciones de verano y a la vez ayudando en la atención a la numerosa clientela que desde pueblos vecinos a Buñol, e incluso de Valencia capital, pasaban la jornada en aquel paraje bucólico, pleno de vegetación y arbolado de frutales, que había ido creciendo alrededor del manantial de agua fresca y cristalina que mi bisabuelo materno Silvestre Luján Soriano había descubierto. Digo que estaba aquella mañana, con el merendero a rebosar (me habían puesto al “frente” de la cámara de helados para venderlos), cuando una tremenda explosión casi me derriba de la silla en la que estaba sentado, explosión seguida de otras de similares características y acompañada por una “lluvia” de proyectiles, cascotes y diversos efectos metálicos. Los entendidos del lugar adivinaron que la explosión provenía del polvorín denominado de “Corrons”, sito a unos pocos centenares de metros de donde nosotros estábamos, lugar que durante la Guerra Civil fue fábrica de armas y que al finalizar la contienda sirvió para almacenar los sobrantes de armamento del conflicto en Levante.
Lo que fue pasando a continuación, en el par de minutos que los cientos de personas que se aglomeraban en el Merendero tardaron en reaccionar para apercibirse del peligro que se cernía sobre todos nosotros, es como los fotogramas de un filme que se me disparan en el cerebro una y otra vez. La gente se arremolinó atropellándose para tomar la salida hacia el camino del pueblo (dirección contraria de donde venían los proyectiles) y mi abuela, con 62 años recién cumplidos, corriendo como un gamo; unos chicos jóvenes, ciclistas, que habían estado almorzando, subieron en sus vehículos arrollando a unas mujeres que cayeron al suelo con las piernas ensangrentadas... Mis padres preguntándome si había visto a mi hermana (de solo 8 años), que minutos antes, con una bandeja metálica se había desplazado hacia el final de los comedores (lugar más próximo al de las explosiones) para retirar vasos y platos de la gente que había finalizado su almuerzo mañanero... Mis padres gritándome para que huyera hacia el pueblo mientras ellos se adentraban en la zona donde estaba el peligro más agudo… Y yo, que en vez de obedecerles, me fui tras ellos en busca de mi hermana que estaba en un rincón, como si fuera una estatua, aterrorizada, hasta que mi padre la tomó en brazos… Aquel día (tenía que cumplir 12 años en septiembre) supe que nunca sería cobarde, que afrontaría los problemas y peligros de cara, que jamás les daría la espalda, como así ha sido.
Agrupados mis padres, hermana y yo mismo salimos al camino que conduce al pueblo de Buñol, en el que caían proyectiles (afortunadamente muy pocos estallaban) y se corrió la voz de que en aquel polvorín había unos depósitos de trilita que si explosionaban no quedaría del pueblo ni una piedra para recordar donde había estado, por lo que dentro del reguero humano que quería poner el máximo de distancia posible iniciamos la larga cuesta que lleva hasta la carretera de Madrid. En las últimas casas de la población había una tienda de comestibles; mi padre entró para comprar alguna cosa para nosotros (no éramos más que niños) y el individuo de marras le exigió una cantidad astronómica por un par de barras de pan, fruta y un poco de fiambre, a lo que mi padre le contestó con un tremendo puñetazo que lo tumbó de bruces, sin darle un céntimo. En esos momentos trágicos el ser humano saca lo mejor, pero también lo peor, de sí mismo. Antes del incidente de la tienda oímos en una de las calles del pueblo por la que pasábamos un gran alboroto, gritos e insultos… Habían descubierto a un par de individuos que entraban a robar en una casa abandonada por sus propietarios. Me parece que les dieron una solemne paliza. Bueno, la caminata por la carretera, a pleno sol de mediodía, duró varios kilómetros hasta llegar a una casa de campo que tenía una prima hermana de mi madre (Josefina Luján) en donde ya estaba mi abuela Flora que, como he dicho, fue de las primeras en huir.

Trabajadores de la antigua fábrica de armas de Corrons (Buñol) (Foto de internet)
Trabajadores de la antigua fábrica de armas de Corrons (Buñol) (Foto de internet)
Aunque este suceso no apareció en la prensa, los vecinos del pueblo (mi familia materna) conocieron lo sucedido y sus dimensiones; se sabe por ellos que ocho soldados de artillería de la guarnición del polvorín murieron destrozados y que al parecer se salvó el centinela que estaba en la garita en la que se mantuvo hasta que al día siguiente sus mandos le relevaron. Y la “vox populi” siempre señaló que se había debido a un sabotaje pues el polvorín no era una posición obsoleta sino excelentemente construida (por sus orígenes de fábrica de armas) y por la meticulosidad con la que durante casi tres años (a partir de 1939) se fueron almacenando aquellos excedentes de armamento.
Un artillero, a la izquierda, y un soldado de Automóviles (mi tío) a la derecha que participaron en el almacenaje del Polvorín (Foto del año 1940, colección privada del autor).
Un artillero, a la izquierda, y un soldado de Automóviles (mi tío) a la derecha que participaron en
el almacenaje del Polvorín (Foto del año 1940, colección privada del autor).
Días después del suceso, cuando todavía estábamos en Buñol y mi abuela intentaba rehabilitar el Merendero (estaba claro que la “temporada” ya estaba finiquitada en cuanto a clientela se refiere) vinieron a vernos mí tía Elia (hermana de mi madre que vivían en Alcudia de Carlet) con su marido José Pla Marín, quien precisamente en su calidad de militar de automovilismo del ejército de Franco había sido uno de los transportistas del “material” y decía que era imposible una explosión espontanea, que algo o alguien la había iniciado. Nunca sabremos si este y otros sucesos por el estilo pueden ser achacados al “maquis”, a los terroristas antifranquistas, pues el Régimen debió hacer sus averiguaciones que, aunque resultaran afirmativas, de ninguna manera le interesaba airear estos criminales actos para no crear alarma social que es lo que, en definitiva, buscaban los criminales.
Bar merendero El Ciprés. La fuente era del agua de manantial descubierto por mi bisabuelo.
Bar merendero El Ciprés. La fuente era del agua de manantial descubierto por mi bisabuelo.

Una perspectiva lateral del Merendero. Obsérvese lo frondoso del arbolado y el majestuoso ciprés que daba nombre a la finca.
Una perspectiva lateral del Merendero. Obsérvese lo frondoso del arbolado
y el majestuoso ciprés que daba nombre a la finca.

1 comentario:

  1. Historias que ya me habías contado pero que me ha encantado verlas publicadas y poder leerlas.

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Gracias por sus comentarios.