martes, 5 de marzo de 2019

Un jefe prudente (D. Manuel Castilla Ortega)

Al derribar los dormitorios tuvimos que dormir varios meses en las cocheras de los camiones (Foto de álbum propio)
Al derribar los dormitorios tuvimos que dormir varios meses
en las cocheras de los camiones (Foto de álbum propio)
Ejercer el mando no es cosa sencilla; ni en el ámbito de la empresa, ni en el de los funcionarios y, mucho menos, en los Ejércitos; sobre todo si nos remontamos al comienzo de la segunda mitad del siglo XX cuando hacían escasos veinte años desde el final de la Guerra Civil, se hallaba vigente un duro Código Penal Militar y debía realizarse en el contexto de una plaza militar como era IFNI.
En aquella época (en la que ocurrieron los hechos que vamos a narrar) el control de los soldados por sus superiores era estricto y, en ocasiones, brusco cuando no brutal por parte de alguno de ellos. Eran reminiscencias de las enseñanzas prusianas y japonesas para la formación de la tropa recogidas con acierto por la historiadora Nuria Sales en su ensayo “Reclutas y esclavos” y que Ramón J. Sender noveló magistralmente en IMAN, aquel desgraciado soldado aragonés que atraía todos los golpes, arrestos e incluso reenganches, tal como el imán “enamora” al hierro.
Nuestra historia se desarrolla en el mes de Abril de 1962, dentro de lo que hasta el mes de Agosto anterior había sido la Compañía Mixta afecta al Cuartel General de Ifni y que desde dicha fecha se había convertido en “Grupo Mixto” para ser mandado por un comandante, interinamente Don José Guerra González y en propiedad por Don Manuel Castilla Ortega, con su rutilante estrella de ocho puntas que se había traído tras el curso para su pase de Oficial a Jefe.
Los soldados europeos y los indígenas, todos dependientes del Grupo de Policía “Ifni nº 1” (unos 240 en total) y el heterogéneo contingente de los “destinos” en el Estado Mayor fuimos convocados por el comandante Castilla a una reunión en el amplio patio interior del Cuartel en los primeros días de Enero en la que nos soltó un largo y contundente discurso del que pudimos entender perfectamente que se habían terminado los tiempos de holganza de los pasados meses; que se iban a acometer importantes obras en el acuartelamiento; que las faenas las íbamos a hacer nosotros, los soldados; que nadie se libraría de ese trabajo extra; que su Unidad (y su Cuartel) se convertirían bajo su mando en la mejor del territorio. Y, tras el anuncio, sin pérdida de tiempo, se inició un frenético ritmo de trabajo en el que todos (y al decir todos, nos incluía a los cabos) después de cumplir con las obligaciones del destino y los servicios de armas, los que tenían oficio (carpinteros, electricistas, fontaneros, herreros, albañiles, pintores, etc.), pasaban las horas “libres” de antaño convertidos en aplicados operarios del Mixto; los que carecíamos de esos “oficios” fuimos “peones” para ayudarles en lo que fuere necesario.
El soldado de reemplazo, ya veterano, que enfila el último tramo de su servicio militar, se había convertido en rutinario; sabía que tenía que levantarse al toque de diana y apagar la luz del dormitorio a la hora de retreta; era celoso en el cumplimiento de sus “imaginarias”, “guardias” y “refuerzos nocturnos” que sabía de ante mano cuando y donde le tocaban llevar a efecto; el ritmo de las comidas era invariable y la calidad de “su cocina” contrastada, después de tantos días de ingerir el “rancho”; las horas libres, para pasarla con los amigos en la cantina, escribir cartas a la novia, familia y amigos, sumamente apreciadas, junto con el paseo que algunos, en aquellas hora de asueto, a la caída de la tarde y finalización del “día militar” (con el solemne arriado de bandera) se (nos) daban por las calles de Sidi Ifni, con posible entrada al cine Avenida para ver una película o al Zoco Nuevo para tomar aquel reconfortante café con leche acompañado de churros al estilo madrileño, era tan sagrado como la misa de los domingos...
En la churrería del Zoco (foto albún personal)
En la churrería del Zoco (foto álbum personal)
Toda esa “bendita rutina” se quebró a partir de aquella “charla” del comandante Castilla; la tropa fue “desahuciada” del dormitorio, para reformarlo íntegramente; fuimos a parar (para dormir) a varias cocheras de las que se sacaron los camiones que albergaban; allí se trasladaron las literas, efectos personales y armamento; lo que no se pudo llevar (es obvio) fue la zona de aseos con los lavabos, duchas y wc. Para lavarnos malamente, había que desplazarse a la parte trasera del Cuartel donde existían un par de piletas en las que se hacía la “colada” semanal; las “aguas mayores y menores” se evacuaban buscando algún punto accesible en el acantilado en el que sobre el mar se hallaba el acuartelamiento; al mismo tiempo se derribaron las instalaciones de la cocina de la que tan suculentos manjares nos había condimentado el cocinero Vicente (allí se comía bien y abundante; jamás nadie se metió en el bolsillo un duro de la comida de los soldados); el rancho lo tuvieron que traer en aquellas enormes perolas desde la cocina del Cuartel de la Local que a sus plazas cotidianas tuvo que añadir las del Mixto y las de los 300 reclutas que ya estaban en el campamento. Esa comida ya no tenía el “sabor casero” de antaño (Manolo Lorente, un soldado destinado en el Juzgado, que comía con nosotros, no hace mucho que me decía que los macarrones que guisaba Vicente eran superiores a los de su propia madre)... Del mes de Febrero y Marzo tengo algunas notas en las que recojo que la “gente” está “descontenta”, hay corrillos de murmuradores en los que se calla cuando pasa algún suboficial e incluso un cabo.
Soldados del Mixto; obreros en sus horas libres (Foto álbum propio)
Soldados del Mixto; obreros en sus horas libres (Foto álbum propio)
Y en ese “ambientillo” algo raro, con los suboficiales siempre a la caza de todo aquel que intenta “despistarse”, en el que los arrestos son el pan de cada día por el motivo más nimio, en los que el arrestado tendrá que hacer todavía más horas extras que sus compañeros, con el refuerzo de albañiles traídos de la Local (Manolo Javaloyes y Manuel Rosa) que se dedican a construir una gran estrella de cinco puntas, de cemento, base para un gran poste de tres brazos con luces de neón, en ese ambiente, repito, y con la decepción de que los permisos de treinta días que se iban a conceder (radio macuto) a petición del Ministro del Ejército durante su visita del Territorio, habían quedado reducidos a dos por compañía y pagándose el afortunado, de su bolsillo, el viaje de ida y vuelta en avión (en la nuestra les ha tocado al cabo Maruenda y al policía de 2ª Godoy, mientras que de la Local se ha marchado el albañil Rosa), terminó Marzo que comenzó con el fallecimiento en el Hospital del amigo y compañero Carlos Rodríguez Plaza, por una “tonta” peritonitis… Y, así, nos adentramos en Abril.
Trabajando en las obras (soy el de la camisa clara)
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Trabajando en las obras (soy el de la camisa clara)
Trabajando en las obras (soy el de la camisa clara)
Con el mes de Abril llegaban dos circunstancias contradictorias: De una parte estaba la finalización del plazo que se había dado el comandante Castilla para finalizar las obras con una solemne inauguración, y por la otra la Semana Santa que empezaba el día 14 (Domingo de Ramos) y concluía el día 21 (Domingo de Resurrección). Todos recordábamos que el pasado año (1961) en que dicha semana tuvo lugar a finales de Marzo cuando nos hallábamos en pleno Campamento de Reclutas, habían sido unos días de casi continuo asueto (ningún jefe, oficial ni suboficial, salvo el de servicio, nos habían “molestado”) y como única (e insólita) anomalía tengo anotado que en la comida del Viernes santo se nos dieron (con las patatas guisadas) un buen trozo de carne que se decía era de camello (Mi extrañeza radicaba en que ese Viernes los católicos omitíamos comer carne).
Pero esa Semana Santa de 1962 fue muy diferente. Los trabajos se prolongaban hasta altas horas de la noche (por aquello de rematar la faena e inaugurar); todos los “jefecillos” estaban de perpetuo malhumor por tener que permanecer “in vigilando” en el Cuartel en vez de irse de paseo y fiesta con sus familias; y lo pagaban (como siempre) los soldados. Sea por este motivo o por haber rebosado el “vaso del aguante”, el viernes Santo 19 de Abril amaneció con diversos carteles y pintadas en las que se exigía MÁS COMIDA, MÁS DESCANSO Y MENOS TRABAJO, así como una especie de llamamiento a los soldados para EXIGIR DERECHOS Y REBELARSE CONTRA LA INJUSTICIA QUE ESTABAMOS PADECIENDO.
Viernes, sábado y domingo fueron una especie de “correcalles” de todos aquellos que tenían algún tipo de mando en la Unidad hacia la oficina del comandante Castilla (por ser festivos no funcionaba como Jefatura de Tráfico, en la que estaba destinado el que esto escribe), en busca del o los culpables de aquellos actos sediciosos.
Se nos encomendó a los cabos que obtuviéramos una muestra de la escritura de los soldados (a nosotros creo que no, por lo menos a mi no me la pidió el comandante) y tras las primeras impresiones que debido al léxico y a alguna ostentosa falta de ortografía, parece que el comandante llegó a la conclusión de que se trataba de un andaluz o extremeño… Estrechado el circulo se llegó a la conclusión de que había un solo “culpable” (que lo confesó) llamado Antonio Baena, el carpintero del Mixto, que el lunes 22 de Abril compareció ante el comandante (un servidor a la máquina de escribir) para dar forma escrita a esa confesión.
Tengo que decir que Baena era un buen chico; siempre callado, diligente, muy trabajador, que jamás había dado motivo alguno de queja; en mis servicios de cabo de Cuartel, cuando tenía que supervisar la limpieza que llevaban a cabo los soldados encargados de ella, o cuando lo tuve en tantas y tantas ocasiones como cuartelero, era tal vez el de mejor comportamiento. Siempre alegre (como buen andaluz), me parece que en aquellos momentos empezó a darse cuenta de la trascendencia de su chiquillada que podía enviarle a un consejo de guerra, a un reenganche y un enorme contratiempo para su vida civil.
De pie, a la derecha, el comandante Castilla (Foto de Internet)
De pie, a la derecha, el comandante Castilla (Foto de Internet)
Finalizada aquella declaración-confesión que Antonio Baena firmó temblorosamente, el comandante le ordenó que se fuera a la carpintería y no saliera de allí hasta nueva orden; guardó el papel en el cajón central de su mecha de despacho y permaneció un largo rato, pensativo (yo continuaba sentado frente a la máquina de escribir). Le pedí permiso para continuar, con el sargento Fortes, el despacho de los asuntos corrientes de la Jefatura de Tráfico, que me concedió y solo al final de la jornada me dijo que los cabos de servicio (de Cuartel, guardia y/o refuerzo nocturno) nos tendríamos que ocupar de que Baena permaneciera en la carpintería solo, en las horas del desayuno, comida y cena; que le lleváramos una litera para que durmiera allí, convirtiéndose en una especie de calabozo del que salía solo para colocar marcos, puertas y ventanas elaboradas por él, o para la decoración de madera de la Cantina.
La “coquetona” cantina decorada por Baena, el día de la inauguración. Soy el de la camisa blanca (Foto del archivo propio)
La “coquetona” cantina decorada por Baena, el día de la inauguración.
Soy el de la camisa blanca (Foto del archivo propio)
Con todo mi corazón quiero rendir homenaje a la prudencia de aquel Jefe, del comandante Castilla, que en vez de dejarse llevar por aquel primer impulso, que todos tenemos, de magnificar los hechos y tal vez colgarse una medalla por desbaratar una presunta sedición en el Cuartel a su mando, guardó la confesión de Baena (no le dio curso) con lo que no frustró el futuro de un buen chico que tuvo un mal momento; Baena, hasta la licencia en Julio vivió en la carpintería por la que fuimos pasando todos los compañeros, en un momento u otro, para hacerle compañía, jugar a los dados o las cartas, charlar e incluso compartir comida o “paquetes” de la familia.
Debo añadir que en la inauguración de las obras el 22 de Mayo, los cabos arropamos a Baena para que estuviera con toda la tropa en la celebración y comida extraordinaria (si el comandante se dio cuenta, es obvio que hizo la “vista gorda) y que precisamente ese Jefe sensato y sabio, humano de anchos límites personales, hasta el mismo día de nuestro licenciamiento no dejó de preguntar cómo le iban las cosas a Baena en su extraño confinamiento.
Mesas y sillas de railite hechas por Baena para el nuevo comedor de la tropa (Foto álbum propio)
Mesas y sillas de railite hechas por Baena para el nuevo comedor de la tropa (Foto álbum propio)

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