Reparto de la comida en el Campamento. |
Quien ha sido soldado raso, como el que esto escribe, con 21 años de edad y buena salud, enviado por la Madre Patria al territorio africano del África Occidental (Ifni) me parece que estará de acuerdo en que sus dos grandes “enemigos” eran el HAMBRE y el SUEÑO (su falta). Al referirme al “hambre” no señalo al virtual de Justicia que todo ser humano experimenta en muchos momentos de su vida sino al “hambre física”, esa que te muerde las entrañas y llena de “mariposas” el vacío estómago.
En el Campamento de Reclutas del Grupo de Policía Ifni nº 1 que, como ya he dicho, duró cuatro meses, se pasaba hambre; el desayuno consistía en un café con leche a “palo seco” los más de los días, con alguna “alegría” consistente en una especie de leche con cacao y un trozo de pan untado de margarina. Ni uno u otro “desayuno” era el adecuado para unos jóvenes que iban a pasarse varias horas al aire libre presahariano realizando duros ejercicios físicos, marchas a pie, gimnasia en la arena de la playa e incluso equitación, sin beber ni una gota de agua. Para reponer fuerzas, la comida de mediodía (la única que merecía ese nombre) se realizaba (también sin bebida) por “parejas” en la que a uno le ponían en el plato de aluminio el “primer plato” y a otro el “segundo plato”. Los dos chuscos de pan te los incrustabas en la axila (las dos manos las necesitabas para sostener el plato de aluminio por las asas) y el postre (normalmente un plátano o una naranja) te lo metías en un bolsillo. La cuchara, de mango corto, siempre se llevaba en uno de los bolsillos de la camisa. El “comedor” era el puto suelo de tierra y el compañero que aleatoriamente te tocaba para compartir “los manjares” no se crea nadie que era un dechado de educación (nadie lo era), ya que, por el contrario, procuraba hacerse con los mejores bocados (si es que había alguno) sin importarle que la tajada estuviera en tu teórica parcela del plato (la más cercana a ti). En ocasiones (pocas) traían los rancheros una perola con ¿natillas? (así se las llamaba) que repartían cuando habías terminado el “primer plato”, lo limpiabas con tierra o algún papel (poca limpieza, por no decir ninguna) y volvías al lado del compañero que tal vez te había dejado algo del “segundo”. Si del reparto de las “natillas” había sobrante, los rancheros gritaban anunciando que se podía ir a “reenganche”, lo que originaba un tumulto de gente intentando ponerse en lugares prominentes para que les tocara algo (aquí se iba individualmente). A base de correazos de los instructores se ponía algo de orden; no obstante, el caso más chungo y cutre de este reenganche de natillas lo protagonizo un compañero al que todos conocíamos por “Morgan” debido a que trabajaba como bancario, que a base de “brazos” se colocó el primero de la fila y al agacharse para mirar al interior de la profunda perola alguien le empujó y cayó dentro de cabeza. Las risas fueron generales, pero nos quedamos sin reenganche y él tuvo que ser bajado a la playa para limpiarse de natillas mientras le perseguían las moscas.
De las cenas, mejor no hablar. Invariablemente durante esos cuatro meses consistieron en un “primero” de una indefinida “sopa” con flotantes fideos y en un “segundo” de patatas “viudas” coloreadas de pimentón. El chusco (de los dos que te daban al mediodía) remediaba la gazuza o el bocadillo de sardinas de la cantina que junto con un botellín de bebida te podías agenciar (si tenías dinero para pagarlos) al terminar la jornada militar.
Tras pasar por esas circunstancias gastronómicas las comidas en la Mixta eran un lujo por su abundancia, servidas en mesas, con la tropa sentada en sillas y ¡¡había agua para beber!! Las cenas, aunque “flojas” nos deparaba alguna tortilla a la francesa, lonchas de mortadela y patatas fritas de paquete. Cuando los podían adquirir de Intendencia en barriles que llegaban desde Málaga, nos servían boquerones fritos. La cantina, buena (algo cara, pero con “crédito” cuando estabas a “dos velas”), con bocadillos variados (atún, salchichón y sardinas en aceite). Como había tiempo por las tardes, para ir a la playa a coger mejillones y pescar pulpos (a veces también se pillaban quisquillas), el cocinero Vicente abría la cocina para condimentar esos alimentos frescos que servían de opípara merienda a la que él también se agregaba con tanta razón como la que podían ostentar los “pescadores”.
De pesca por la playa para reforzar la alimentación. |
Haciendo honor a aquella canción en la que se afirma que ¡¡Todos queremos más!! la monotonía gastronómica, pese a tan loable mejora, nos hizo realizar una primera excursión en el mes de octubre de 1961 al Hotel Suerte Loca y la complementamos en el mismo mes con otra al Bar Restaurante La Marina (sito en la plaza del mismo nombre), lo que nos deparó otra perspectiva alimenticia y nos preparó para futuras experiencias (siempre que tuviéramos el dinero necesario). Así las cosas, en noviembre, estando en mi destino de la Jefatura de Tráfico, se presentó para efectuar los trámites de obtención del carnet de conducir un “civil” (no apunté su nombre y apellidos, pues no lo veo entre mis notas) que resultó ser (según dijo) “paisano” (vocablo venerable en la mili) pues era oriundo de Valencia o Alicante y desempeñaba el muy honroso oficio de cocinero en el Casino de Oficiales, proponiendo facilitarme la oportunidad de ir a comer a su cocina (entrando por la puerta trasera del solemne y elitista establecimiento) tantas veces como quisiera.
La primera vez (siempre hay una primera vez) me alié con el compañero y amigo Ricardo Sacristán, al que fui a buscar a la oficina de Obras Públicas donde estaba destinado en su calidad de “casi Ingeniero Industrial” (le faltaba poco para terminar la Carrera) y trabajando en el proyecto y ejecución del famoso “puerto” a las órdenes directas del comandante Lafuente, por lo que era gratificado mensualmente (pagaba la empresa Cubiertas y Tejados) y redondeaba sus ingresos dando clases de matemáticas a hijas de militares (entre ellas, la de un brigada que con los años se convertiría en locutora de TVE (me parece que se llamaba Cristina García, que empezó en la TV canaria). Quiero decir que Ricardo iba “fuerte” y como yo tampoco estaba “manco” en ese sentido, después de tomarnos un vermut en el bar del Hotel España (para darnos ánimos) nos decidimos a ir hasta la parte trasera del Casino de Oficiales, edificio que todo soldado que se preciara procuraba eludir de frente pues podías topar con “moros en la costa” (desde el General, hasta el más bisoño teniente) que podían amargarte la existencia.
Casino de Oficiales de Sidi Ifni. |
El “paisano” cocinero nos recibió a ambos afablemente ubicándonos en un rincón de la cocina, medio escondidos y nos sirvió este suculento banquete (lo tengo anotado detalladamente): un gran filete de ternera empanado (a la “vienesa”, dijo que se llamaba), acompañado de patatas fritas, judías tiernas y tomate frito. Como entrante nos preparó un plato combinado con atún de lata, espárragos y mayonesa. De postre, piña en almíbar (era la primera vez que la probábamos). Pan tierno abundante, café y agua mineral (marca Firgas) y el precio treinta pesetas cada uno como treinta soles que pagamos de mil amores.
Volví varias veces acompañado de mis queridos amigos Jaime (cabo furriel Cremades) y Alfonso (encargado del almacén de repuestos de la Mixta) y algunas veces pedíamos un filete empanado de primero, otro filete empanado de segundo y un filete empanado como postre. Como era caro el capricho y además siempre había temor por estimar que estábamos “jugando con fuego” al “profanar” tan sagrado recinto, los amigos se fueron “retirando” y yo, que pasé una época de gran prosperidad económica (ganaba 100 pesetas diarias, o sea 3.000 pesetas al mes, durante cuatro meses) por una circunstancia coyuntural que explicaré otro día, me aficioné a ir casi a diario a la cocina del Casino en donde fui conociendo a otros “emboscados” comensales, entre los que destacaba un “Tirador” serio y sibarita, que regaba sus ágapes con una botella de “Vega Sicilia” (entonces yo no entendía nada de vinos), botella por la que pagaba más de 30 pesetas y con la que colaboré (a beber y pagar) en algunas ocasiones.
Como hace unos años participé en reunir a los cuatro soldados médicos que hicieron la mili en Tiradores en 1961-62, en la comida nos pusimos a hablar de tiempos pasados y uno de esos médicos (Eduardo Rovira, valenciano) comentó que por el paisanaje con el cocinero del Casino había ido con frecuencia a comer en la cocina. De ese día escribí una croniquilla que está subida a la web El Rincón de Sidi Ifni, de la que voy a pegar ahora (entrecomillado, no soy un Pedro Sánchez cualquiera) para que conozcan mis lectores en FB la anécdota, entre grotesca y trágica que vivimos en los primeros meses de 1962:
“Sale a colación un suceso que puede definirse entre grotesco y trágico, vivido por Eduardo Rovira y quien esta línea escribe, que sin tener amistad o relación previa ni incluso pertenecer al mismo Cuerpo militar, nos hallábamos unidos por el legítimo deseo de comer bien, cuando la cartera lo permitía, tema en el que parece ser no sufrimos demasiado ninguno de los dos. Resulta que por distintos medios habíamos entrado en “relaciones clandestinas” con el cocinero del Casino de Oficiales, llamado ¿Manolo? (paisano levantino) que nos permitía entrar de tapadillo en la cocina, por la puerta trasera, y en un rincón disimulado, entre diversos cachivaches, sobre una pequeña mesa y sentados en rudimentarios taburetes nos servía unos deliciosos menús, muy abundantes, al precio de 23 pesetas, que sin duda se embolsaba en provecho propio. Pero un aciago día un oficial penetró en la cocina y nos vio allí a nosotros “simples soldados rasos” ... ¡Aun recordamos sus gritos y la orden de que se nos expulsara de allí inmediatamente!... Y cuando se iba a ejecutar el castigo, aquel oficial se fijó que en la mesa había una botella de vino “Vega Sicilia”, cosecha de 1.952, con la que Eduardo regaba sus ágapes “casineros” (me parece que le cobraban 30 pesetas por ellas), y al preguntar si ese era el vino que habitualmente bebíamos allí, en la cocina del casino, y corroborarlo nosotros, dejó sin efecto la orden para la humillante expulsión, fundamentándola en que ¡bebiendo tal vino, aunque soldados rasos, éramos ¡gente con clase, a los que se podía permitir la permanencia en aquella trastienda!”.
Los 4 soldados médicos de Tiradores. El de la izquierda es Eduardo Rovira. |
El “Vega Sicilia” nos salvó de un humillante “puro” y el cocinero salvó los platos, como vulgarmente se dice.
El "hambre en la mili". Eso es algo que en todas las épocas, en mayor o menor medida, se ha sufrido, sobretodo en la época del campamento. Una vez ya en el destino se podía comer mejor.
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