Después de tantos años transcurridos, todavía Josep es capaz de ir desgranando hechos vividos en aquel Sidi Ifni de sus años mozos, imposible de olvidar, y nos cuenta...
De cómo y porque no hay que meterse en asuntos amparados por la religión mahometana
De los sectores en que la población de Sidi-Ifni había sido dividida para la vigilancia de la policía, el nº 3, casi en el extrarradio y habitado exclusivamente por nativos, sin comercios y, casi, sin movimiento de personas, era para la pareja de patrulla el más aburrido.
Vista parcial aérea de Sidi Ifni. (Foto: Hernández Gil) |
Dos horas de día o cuatro por la noche eran un auténtico “plomo” para aquellos veteranos que habían superado las prevenciones y resquemores de los primeros servicios callejeros. Así que oír voces en perfecto español gritando ¡no, no, no quiero ir, no! y salir del tedioso deambular los dos policías, fue todo uno. Una corta carrera hasta el final de la callejuela donde se hallaban les dio de bruces con un moro, de unos 60 años de edad, que llevaba a una niña de unos 12 o 13, con las manos atadas con una cuerda de la que estiraba el hombre. La conducía como si de un animal se tratara, calle arriba. Ciertamente que era un hecho insólito para una mentalidad occidental y cristiana, pero no lo debía ser tanto para el nativo aquel que no quería soltar su presa, chapurreando en mal castellano “yo comprar mujera, ser mía, yo pagar”. Pero como la niña lloraba y suplicaba que no la soltaran, que no quería ir con aquel viejo, la pareja de policía, bien impuesta (según creía) de sus obligaciones, la hizo desatar y se llevaron a ambos hasta la casa de la chiquilla, de donde salió el padre, gritando como un loco que no quería a su hija, ¡yo vender, yo vender!, y de ahí no había quien lo sacara. Acudió la madre que abrazó a la niña, y con aquel escandaloso griterío que había atraído a un grupo de moros curiosos, decidieron llevárselos a todos a la Comisaría local para entregarlos al cabo de servicio, quien tras tomar nota los citó para el día siguiente, a las once de la mañana, ante el capitán jefe.
Aquellos ingenuos policías que creían haber realizado un servicio ejemplar, del que algún día hablarían a sus nietos, resultó que fueron llamados por el capitán, a su despacho, quien severamente les pidió dieran su versión de los hechos. Según iban relatando lo acontecido el oficial iba poniendo cara de pocos amigos, y finalmente les explicó que “en cuestión de religión y costumbres” de la gente del país, los españoles no tenían competencia de clase alguna, y que si alguna vez se encontraban ante parecidas circunstancias se tenía que hacer “la vista gorda”, vamos, mirar hacia otro lado y consentir que se vendieran seres humanos, sobre todo si se trataba de una mujer que era “propiedad exclusiva” del padre, quien podía hacer con ella lo que le diera la gana. Así terminó la aventura y nuestra perpleja pareja de policías nunca más supieron de la niña y el viejo.
El maremoto de Agadir
Agadir en la actualidad. |
Oposiciones a Cabo 2º de policía
Aquel invierno de 1.959-1.960 iba a enseñar a nuestros soldados de Ifni como era el frío africano una vez que se ocultaba el sol; las cuatro horas de vigilancia nocturna por las estrechas, tortuosas y oscuras callejuelas, eran un tiritar constante bajo los livianos uniformes diseñados para el clima caluroso. El único consuelo era encontrar en el distrito patrullado algún horno de pan, regentado por moros, en el que entrar unos minutos, para calentarse frente al fuego y de paso comprar un par de bollos recién hechos.
De cabo-comisario de guardia. |
Llegados los exámenes Josep fue aprobado y por lo tanto se le impusieron los galones de cabo, se le aumentó el salario y dejó de patrullar la calle. Desde la oficina-comisaría de la Local, la función del cabo era pasar revista a las parejas que patrullaban durante cuatro horas sus respectivos distritos, que antes de salir del acuartelamiento debían llevar el pelo bien cortado, afeitados, ropa limpia (y sin olores), zapatos con brillo, armamento en perfecto estado (pistola y porra de día y mosquetón y cuatro bombas de mano por la noche). Cuando se hacía el relevo de las patrullas las parejas daban las novedades (si las habían) que el cabo anotaba y las pasaba al teniente de guardia. Así, día tras día en el cuartel en donde, también, atendía la vigilancia de los calabozos cuando había detenidos. El destino era cómodo pero aburrido, ya que la falta de acción convertían los días (y aún faltaban muchos para la licencia) en algo insoportable para un espíritu tan inquieto como el suyo.
Otros acontecimientos y final de la mili
La playa, los anfibios y el barco para volver a casa. |
El cabo Carreras tiene que volver a la vida civil. |
A partir de ese momento (mes de mayo) los flamantes policías tenían que ir relevando a los veteranos, a quienes no les quedaba otra tarea que la de enseñar a sus compañeros todo lo que ellos habían aprendido de sus predecesores, a esperar el paso de los días (muy largos) que faltaba para que los licenciasen, fechas llenas de angustias y “macutazos” (siempre había alguna noticia sobre la posibilidad de que se alargara la mili), hasta que de repente llega la orden de entregar la ropa militar y el armamento, recuperando el atuendo civil, y como masa inútil e inservible para el Ejército, a la que se le ha sacado todo el jugo posible, se vuelve a estabular a los curtidos jóvenes en cualquier local mínimamente habitable, hasta que (en el caso de Sidi-Ifni) pueden contemplar en alta mar un buque que les devolverá a sus hogares. Si el desembarco había resultado una aventura arriesgada, el viaje en sentido inverso no lo era menos. Solo había que contemplar los pequeños y frágiles anfibios sobre la arena de la playa y las sobrecogedoras “siete olas” sobre las que tendrían que “volar” para salvarlas y llegar al barco anclado. El sargento Rubio, encargado de organizar el embarque de los que habían sido sus policías, les explicó que el navío que divisaban era el “Ciudad de Valencia”, y que el orden se había establecido por Cajas de Reclutas, por lo que empezaron a agruparse aquellos que habían salido juntos aunque por sus destinos, en diferentes unidades de Ifni, los habían separado al llegar. De esta forma, en un primer viaje se fueron compañeros entrañables (a los que posiblemente no se les volvería a ver), como aquel madrileño Juan-Antonio Romero Alañón, y hubo que esperar tres días a que volviera el barco, y otra vez los componentes de la Caja de Lérida no formaban parte de aquella segunda expedición. Nueva espera (solo quien lo ha pasado sabe a que “saben” esos días) y a la tercera fue la vencida. El “Ciudad de Valencia”, incansable les acogió en sus bodegas para conducirlos a Cádiz y, desde allí, en tren a sus puntos de destino, descargando en cada ciudad importante o capital de provincia a quienes, casi un año y medio antes, había recogido en los mismos sitios. Una de esas paradas fue en Alcázar de San Juan, donde bajó el entrañable amigo Juan Tarancón Borja, que se dirigía a Albacete. Un adiós que ha sido un “hasta luego” ya que han continuado el trato iniciado en Ifni, hasta nuestros días, prolongándose la fraternidad a sus esposas e hijos. Como Madrid es el centro neurálgico de las comunicaciones ferroviarias en España y, a su vez un final de trayecto, los licenciados que venían desde Cádiz pudieron pasar unas horas libres en Madrid. Allí tendría ocasión Josep de reencontrarse con el amigo Juan-Antonio Romero Alañón, conocer a sus padres y hermana, entrar en su casa. Todo diferente al ambiente en el que habían convivido y que, de alguna forma, lo que les unió ahora les separaba.
La mítica Vespa en la que Josep hizo su última etapa. |
Josep Carreras Mor, año 2.008. |
Hoy Josep, que enviudó recientemente, continua residiendo en su pueblo natal, ya jubilado, cuidado por sus familiares y amigos, añorando aquellos tiempos tan lejanos en los que un simple agricultor leridano fue convertido en policía para guardar el orden en tan remoto lugar como era (y es) Sidi Ifni. Sus aventuras y desventuras fluyen de sus labios acompañadas de una eterna sonrisa. Es muy hermoso escuchar a este catalán hablar de su amor a España y de su orgullo de haber servido a la patria con las armas en la mano.
Gracias amigo y compañero del Grupo de Policía Ifni nº 1, aquel Cuerpo en el que servimos tantos españoles y que hoy está en el baúl de la Historia, cerrado bajo las famosas siete llaves, llaves que para nosotros fueron las siete olas (las siete “marías”) que separaban la playa de los barcos del horizonte atlántico.
FIN
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